TORMENTA DE ARENA
(segunda parte)

Tormenta de arena

De súbito, llegó Amel al Sahara y le dio el siguiente recado a su padre:

—Por primera vez he presenciado el dolor de una traición. Hamid y mamá han compartido sus cuerpos con fuerza y pasión. Madre hizo todo lo posible porque creyera que lo que veía era producto de una agresión brutal de la cual ella no disfrutaba, pero fue exactamente lo contrario. Son más los años que llevan consumiéndose en ese pecado carnal que los que he tenido para vivir. Y ahora Hamid se dirige hacia aquí, con la esperanza de tomarte por sorpresa y de descarnarte la cabeza. Su plan inicial era el de arrastrar tu cuerpo hasta Córdoba, pero ahora que ha sido expuesto, intuyo que quiera apoderarse de lo que has construido en estas arenas.

—¿Qué pasará con tu madre? —preguntó Aurelius.

—Esperará a orillas del rio el regreso de un Hamid triunfante o vendrá hasta aquí a comenzar una nueva vida con él.

A Aurelius le pareció que los planes de engendrar su imperio se frustraban justo antes de culminarse. Con el corazón destrozado, se marchó con y Amel a contactar con otras poderosas tierras del Magreb con el fin de confraternizar con sus jefes, prometiéndoles lo que más deseaban: una guerra santa y subyugar a los judíos asentados en Jerusalén. Sus pláticas tuvieron tanto éxito que en pocos meses estaban de regreso con unos 160 000 guerreros, una cifra bastante parecida a la que habitaba la Córdoba de aquellos siglos.
Por otro lado, Hamid y Khalil ocuparon el nuevo territorio de Aurelios y, también dotados por la sabiduría versada cordobesa, convencieron, con pruebas contundentes, que su Aurelius había sido proclamado enemigo público del califato, de modo que cualquier intento de vínculo con el héroe caído sería considerada como traición, penalizada con una muerte inminente. Para finalizar, aclaró que, para el califa, la ignorancia no eximiría de culpa.
Cuando Aurelius bordeaba las orillas de su comarca, notó sobre las dunas a su antiguo imperio tan coloreado por sus vestimentas negras de pies a cabeza, que se parecía a un mar oscuro a pleno día, moviéndose sobre la arena, pidiendo a gritos la amputación de su cabeza y la de su hijo. Aurelius, alegre de no haber regresado solo, inclinó la hoja de su espada gruesa espada que relumbraba la luz del sol, y su nueva incorporación militar acarreó a caballo contra el enemigo.

Horas después, los sabios ojos de los cuatro parientes se contuvieron al presenciar semejante derramamiento de sangre, en una batalla que cesó cuando el sol se ocultaba entre las dunas. Entretanto, un grito emblemático e inesperado de Ali bastó para que los ejércitos se separasen, dejado un gran espacio circular, donde la sangre, aun tibia, se mezclaba con la arena. Avanzando hacia el centro, Ali se presentó como un enviado del califa y señaló a Hamid como lo que era: un traicionero despiadado y el verdadero enemigo público. Ante dicho comunicado, Hamid degolló a Amel y Aurelius, sumido en el dolor, le devolvió la pena degollando a su sobrino Khalil. Consumido en la angustia, Hamid se quita la vida justo antes de escuchar a Parveen, que llegaba aclamando su nombre. La hermosa mujer desenvainó la majestuosa espada de Ali y de un tajo, cortó la cabeza a Aurelius, que rodó, vertiginosamente entre las dunas. Se arrodilló al cuerpo de Hamid y de su hijo Amel. Les juntó las cienes, las manos y les dejó el más triste de los besos, para luego, pegarse un grito que se escuchó en todo el desierto.

Entre lágrimas, Parveen decidió que hacer con su vida. Se llevó la espada al cuello, pero Ali la desarmó, justamente antes de probar el sabor del filo. Ali se tumbó a su lado y le dijo:

—Estoy es cosa tuya. De haberle dicho a Hamid que Amel era su hijo, nunca lo hubiese matado.

—Esto es culpa del califa —protestó entre lágrimas Parveen—. Me forzó a compartir mi cuerpo con Aurelius y me prohibió contarle la verdad sobre Amel. Siempre me pareció que intentaba crear una rivalidad entre Aurelius y Hamid con el fin de…

Sus ojos espantados observaron la sonrisa maquiavélica de Ali.

—Todo fue parte de un gran plan —le dijo—. Necesitábamos una rivalidad para que uno de los dos llegase hasta aquí, que consolidara y fortificara a las tribus que luego el otro destruiría. Te confieso que no esperábamos este final, pero el plan salió mejor de que pensamos.
Terminando sus palabras, Ali empuñó su espada y la colocó donde sus cabellos risos comenzaban a encresparse, aunque le concedió misericordia a Parveen, que le imploró le pidió que la dejase morir en el desierto, a los pies de su amado y su hijo.

Se cuenta que Ali regresó a Córdoba y, acercándose al oído del califa le dejó un secreto:

—Misión cumplida.

© Héctor A López Olivera 2019

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¿Quién es Héctor?

Comencé a recetar soluciones para la amargura desde pequeño y en casa pensaron que sería doctor. Luego de un tiempo, mi madre  … Más

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