TORMENTA DE ARENA
(primera parte)

Acabaremos con el mundo,
pero con los bolsillos llenos
Medio siglo antes que la poderosa dinastía almorávide sucumbiera a la combinación de fuerzas y creciente inquina de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal, se celebró en el Emirato de Córdoba, con bendición del califa, el banquete nupcial de Hamid y Maissa, juntamente con el nacimiento de su primer hijo, Khalil.
Hamid estaba eternamente agradecido con el califa, por proveerle sitio en un senado que representaba una dinastía próspera, pero en el fondo, le guardaba cierto rencor por haber lanzado a su hermano Aurelius, la oveja negra de la familia, a la miseria y al exilio.
Hamid pasaba horas narrándole al califa, historias sobre el renacimiento edificante del islam, el sometimiento de medio mundo ante un poderoso imperio mongol, así como la pagana descendencia cristiana de su madre, ergo, el nombre romano de su hermano, odiado incluso en las tribus del Sahara, de donde ellos provenían. Aun así, le aseguró que Aurelius estaría dispuesto a marcar con su propia sangre, los recintos de Córdoba, si de eso dependiera la protección del califato. Incluso poniendo en juego su puesto en el senado, Hamid declaró que su hermano no era el único hombre en el imperio que tenía un hijo bastardo con una esclava, provocando, de esta manera, la muerte de su mujer.
Le sobraron los dictámenes, pero sus objeciones no fueron vastas para el califa, quién finalmente, ordenó que Aurelius fuera desterrado.
De esclava a querida se transformó socialmente Parveen, luego de engendrar a Amel en los recónditos del Guadalquivir; el fruto de un error que tuvo con Aurelius. Se tenía bien merecido el salto social; la pobre mujer tuvo un pacto comprometido y aislada del mundo, pujando horas tras horas como un animal doméstico, tumbada en el lodo que refrescaba la torre de Calahorra, y vio nacer a su hijo cubierto de barro.
Cuando Amel cumplió su primer año, Aurelius recibió la visita de Ali, uno de los consejero más acertados del califa, el cual le contó sobre una de sus interpretaciones de un oráculo, donde Aurelius dejaría Córdoba, con el fin de conquistar las dunas rebeldes del desierto, para convertirse en un rival, tan temido, que el mismísimo califa preferiría juntar sus fuerzas que hacerle frente.
El increíble presagio invadió a Aurelius de una extraña esperanza y, por un instante se despojó de los malos pensamientos, incluso de su hermano Hamid, quién nunca tuvo los mimbres para visitarle, tan siquiera cuando se agotó de hacerle llegar mensajes de socorro acerca de su hijo Amel, muriendo de hambre por falta de pan, y de frio por falta de abrigo.
Para Aurelius, su hermano Hamid se mostraba como un tirano enemigo, así como el califa. Sin embargo, de una manera misteriosa, Allah, que era equitativo, le mostraba una manera de entrar por las puertas de Córdoba altanero y triunfante. Decidido, se puso su mejor túnica, abrazó con el agal su kufiyya de algodón y partió a reunirse con su suerte.
Luego de haber recorrido varios soles, se expuso ante las infinitas arenas de un Sahara consumido en la disputa y la pena. Se subió a la duna más alta y desde ahí pensó:

«¿Cómo es posible levantar desde las arenas de este desierto, un imperio tan gigantesco que, desde sus atalayas pudieran verse las primeras luces de Córdoba en la mañana?»
Cuando la última frase saboreó la sal que se acumulaba en sus labios, la respuesta le llegó en forma de recuerdo:
«¿Los romanos?», se preguntó.
Aurelius pensó en su madre y sus enseñanzas cristianas. Entretanto, recordó que la idea de juntar el poder religioso con el militar fue la clave principal para el éxito de los romanos, que conquistaron más de la mitad del continente, obligándoles a postrarse a sus pies. Todo aquello y mucho más, en nombre de Dios.
Aurelius, de repente, tuvo una idea nefasta al ver que las arenas del desierto estaban colmadas por tribus entregadas al caos, que peleaban entre sí como indoctos, por agua, comida, mujeres y camellos, pero se contuvo en aplicarla porque era consciente de su descendencia sahauri, por lo que reconocía a las tribus salvajes como sus semejantes. Sus antepasados eran nativos de aquel desierto y, como consecuencia, se vieron afectados por la invasión de los implacables Almorávides, tal y como le contó su madre, de las temibles historias que pasaron de boca en boca, un espectáculo tan sangriento que aun conseguían quebrantarle el sueño de vez en cuando.
También sabía que, antes de que sus padres lograran llegar a Córdoba para mostrar sus conocimientos políticos y su fe incondicional por los caprichos del califato, en aquellas arenas rojizas, su madre había sido explotada como sirvienta y abusada por un rico mercader. Y su padre, no llegó a ser más que un visionario incomprendido.
Por eso Aurelius deseó, como primer instinto, entregarse a la fe de ser bueno con sus semejantes, aunque, delante de sus ojos, se trataran como bestias, pero el odio disparatado que sentía por su hermano y por el califa no conocía reparos ni límites, por lo que se decidió a proceder con su idea nefasta.
Se mostró, entonces, como un nuevo profeta ante la desesperanza de las tribus y comenzó a predicar la palabra fortificadora del islam, pero con dardos envenenados provenientes de su propia imaginación. Pero no se contentó con eso. Para apaciguar a la inquieta muchedumbre, Aurelius fundó una forma de gobierno idéntica a la de Córdoba y aceptó, a cada paso sus semejanza entre los dos gobiernos, pero siempre afirmando que su metodología era superior.
Lo que antes había sido un auténtico desmantelamiento social, le había convertido en un modelo perfecto con una planificación económica insuperable, ofreciéndoles, nuevamente, el derecho al trabajo y a notables mejoras con respecto a las que proveía el califato. También fundó una comarca asignada para el cuidado sanitario. Propuso bajar los impuestos, protección y les llenó los corazones y las mentes con una fe al islam mucho más purificada.
Ante tanto porvenir, las tribus sahauris le juraron lealtad y se rindieron a sus pies.

En poco tiempo, tal y como había soñado Ali, el llamamiento de Aurelius se estrechó por todo el Magreb, cruzando las aguas de Gibraltar hasta que llegar a oídos del califa, el cual no ocultó su interés por la sagacidad de Aurelius, nombrándolo —hombre ideal— para ayudar al califato hacerse de una vez con los derechos geográficos de un reinado de Asturias, intacto de la ocupación mora.
El entusiasmo por contar con los derechos de Aurelius llegó a oídos de su hermano Hamid, el cual, en aquellos momentos, cumplía, por órdenes del califa, unos diez años asentado a las orillas de Asturias, con el fin de diseñar un plan para tomar el reino de una vez.
Hamid conocía los rumores de las numerosas tribus en el Magreb que se agrupaban y reforzaban a cada momento para un posible golpe de estado al emirato, por lo que el califa necesitaría tomar a Asturias para consolidar su poder y espantar, al menos por un tiempo al amenazante enemigo. Sabía que debía actuar rápido, pero contaba con un problema emotivo; habiendo observado a los asturianos por tantos años, se encontró con que se había enamorado de su forma de vida, moderadamente feliz, concentrados en su labor y en sus familias, aunque principalmente, sin la sed extenuante de querer conquistarlo todo.
Sus últimas visitas a Córdoba no habían contentado en lo absoluto al califa, convencido de que Hamid había tomado una bifurcación distinta a la encomendada, por lo cual debía ser sustituido y señalado ante los ciudadanos como un traicionero al califato.
Pero Hamid se rehusó a morir. Estaba locamente enamorado del brillo de los ojos de su hijo Khalil y de un misterio que guardaba donde enfundaba su espada. Por eso decidió, en contra de su fe y voluntad, postrar el encéfalo de su hermano Aurelius a los pies del califa, como única manera de probar su fuerza, astucia y valía.
Infraganti, se introdujo en Córdoba por las arenas húmedas del Guadalquivir, para llegar a la morada de su hermano a plena noche. Derribó la puerta y violó energéticamente a Parveen mientras su sobrino observaba, consumido en pánico, desde detrás de las cortinas.
Se cuenta que Ali, presenció el horrible espectáculo, pero, solo él conocía un misterio desgarrador que le impidió interferir. No obstante, no dudó en contarle el terrible suceso al califa, luego de escabullir a Amel hasta las arenas del Sahara a encontrarse con su padre, no sin antes enviarle un recado que Amel no debía olvidar.
Aquella noche, la marcha de los guardias del califa estremecieron la mezquita a por la captura de un Hamid revelado, que solo le bastó un cuarto de hora para engañar a su hijo Khalil, convenciéndole de que le llevaría al Sahara a conquistar uno de los ejércitos más opulentos del medio oriente, para regresar a Córdoba victorioso y digno de tomar por esposa a cuanta mujer sus ojos proclamasen.
Al igual que Khalil, Hamid también había sido joven, por eso sabía que el corazón inmaduro de su hijo estaría desprendido de la realidad, agonizando por despertar una mañana acariciándole la oreja a alguna dama. En esos momentos se dejó de sentir el ejemplo de padre que siempre fue, pero sentirse cruel no le detuvo y, a las salidas de la ciudad, se despidió de Córdoba para nunca volver porque se sabía clandestino.
Fin de la primera parte
© Héctor A López Olivera 2019

¿Quién es Héctor?
Comencé a recetar soluciones para la amargura desde pequeño y en casa pensaron que sería doctor. Luego de un tiempo, mi madre … Más